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XXX Dom T.O. C - El fariseo y el publicano

El fariseo, de pie, oraba así: Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano.
Lucas 18:12


En cuanto a las exigencias de vida cristiana, suele suceder que los más cumplidores son los menos compasivos. Los que pagan la décima parte de todas sus entradas suelen ser los más intolerantes. Los que ayunan dos veces por semana suele ser los mismos que marginan a los sencillos y excluyen a los extranjeros. Parece que hubiera dos iglesias; una que juzga, desprecia y condena; y otra que ofrece misericordia y compasión.

La cosa es sencilla, en verdad. Dios ama infinitamente. Su bondad es ilimitada. La Buena Noticia es que el Padre de Jesús ofrece la salvación universalmente, incondicionalmente y gratuitamente. El Reino no es la estricta observancia de la ley, sino la clemencia ilimitada y el perdón. Los esfuerzos humanos por hacerse dignos inciden poco en cuánto Dios ama y a quién.

He ahí el error del fariseo. Cree que el amor de Dios es selectivo. Inventa trámites, prohibiciones y requisitos para limitar el acceso al amor, creyendo que hace un favor a Dios, creyendo que se asegura el cielo. Cree que Dios escoge a los perfectos y manda a los demás al infierno. Cree que la religiosidad es para manipular a Dios. Cree que ya tiene dominado al Todopoderoso, y que ya se ganó un derecho a la salvación. Cree que su deber es excluir a los publicanos de la comunidad. Cree que Dios tiene obligación de excluir a los pecadores.

Pero Dios es amor. La religiosidad del pueblo no es la causa de su amor, no importan cuan devota, elaborada o precisa sea. Dios ama desde el principio. Dios ama a los que el fariseo excluye. Lo único que pide es que ame como ha sido amado, que perdone como ha sido perdonado, que acepte como ha sido aceptado. He ahí la ventaja del publicano. Está plenamente consciente de la absoluta primacía del amor gratuito del Dios salvador.

Por lo general, la Iglesia está en manos del fariseo. La catequesis es un escándalo. Se enseñan a la gente que tienen que cumplir las condiciones establecidas por los encargados para pertenecer a la comunidad y para acceder a la misericordia. La burocracia está por encima del amor. El legalismo desplaza la compasión. Se construyen muros en las fronteras y alrededor de los corazones por temor al amor, por miedo a la compasión. El fariseo no quiere que entren vagabundos en su santuario. Así tampoco entra Jesús. El Salvador de santos y arrepentidos se queda afuera, buscando las ovejas perdidas.

Con la lógica justiciera de la iglesia farisea, se condena a los que Cristo vino a salvar. A los pobres, se les cobra la deuda infinita con intereses. No se toma en cuenta el misterio central de la fe: el Señor ya pagó la fianza. Por su santa muerte y resurrección, Cristo liberó al pueblo entero del pecado y la muerte. Pero el fariseo desconfía del amor, y obliga a pagar la cuenta, cosa imposible, y los deudores son excluidos del Reino. Se decreta la perdición definitiva para todos los hijos pródigos. Se proyecta, por lo demás, todo tipo de maldad, egoísmo y ambición sobre publicanos, pecadores y ovejas perdidas.

Con arrogante frialdad, el fariseo agradece a Dios porque él no es como ése. Desconoce al Señor de la misericordia. Junta sus propias tendencias oscuras; sus impulsos reprimidos, su violencia, su soberbia y bajeza; y las arroja como basura sobre la cabeza de ese pobre que acaba de darse cuenta que Dios lo ama, a pesar de sus errores, dolores y excesos. Esa religión persecutoria deforma el corazón. Sus adeptos se transforman en la torcida semejanza de una divinidad perversa y cruel. Esto no es el Reino que Jesús proclamó. No en el evangelio de la vida, del perdón e el amor. Los ritos de nada sirven si no hay compasión. Los reglamentos perjudican si no hay amor. Los rezos son bronce que suenan sin el espíritu de la misericordia. Dios tiene un corazón más grande de lo que uno podría imaginar.

La presencia del publicano provoca escándalo porque tiene pasado. El fariseo también tiene pasado, pero lo suyo es oculto. El publicano suplica la gracia del Señor en quien confía, porque sabe que sin él, no será capaz de dar vuelta la hoja, de comenzar una vida nueva. Sabe que las ataduras del demonio son fuertes, que las redes y cadenas pesan, y que sólo con la ayuda del Todopoderoso, sale del infierno donde ha vivido su vida hasta ahora. El fariseo, por su parte, hipócrita y autosuficiente, se queda afanado en el suyo.

Al terminar su oración, el publicano sale a la calle y ve en el rostro de cada compañero otro más como él que podría ser rescatado. Destinatario de la misericordia, se volvió misericordioso. Engendrado en la resurrección, heredó la bondad del Padre y comparte la compasión del Hijo. El fariseo, en cambio, sale a la calle a juzgar y condenar.

Encomendemos nuestra Iglesia. Pidamos por su conversión. No se trata de afligirse más por las veces que faltó en el cumplimento de la minucia. Se trata de recuperar la verdadera naturaleza de comunidad salvada y llamada a proclamar la misericordia. Pidamos para la Iglesia la gracia humilde de conmoverse ante la viuda, el huérfano y el marginado. Pongamos la camiseta de Cristo Jesús, el hijo que abre paso al amor desbordante de su Padre.

Nathan Stone sj
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El "Credo" del Papa



Quiero creer en Dios Padre, que me ama como un hijo, y en Jesús, el Señor, que me infundió su Espíritu en mi vida para hacerme sonreír y llevarme así al Reino eterno de vida. Creo en la Iglesia.

Creo que en la historia, que fue traspasada por la mirada de amor de Dios y en el día de la primavera, 21 de septiembre, me salió al encuentro para invitarme a seguirle.

Creo en mi dolor, infecundo por el egoísmo, en el que me refugio.

Creo en la mezquindad de mi alma que buscar tragar sin dar…, sin dar.

Creo que los demás son buenos y que debo amarlos sin temor y sin traicionarlos nunca buscando una seguridad para mí.

Creo en la vida religiosa.

Creo que quiero amar mucho.

Creo en la muerte cotidiana, quemante, a la que huyo, pero que me sonríe invitándome a aceptarla.

Creo en la paciencia de Dios, acogedora, buena, como una noche de verano.

Creo que papá está en el cielo, junto al Señor.

Creo que el padre Duarte está también allí, intercediendo por mi sacerdocio.

Creo en María, mi Madre, que ama y nunca me dejará solo.

Y espero en la sorpresa de cada día en que se manifestará el amor, la fuerza, la traición y el pecado, que me acompañarán siempre hasta ese encuentro definitivo con ese rostro maravilloso que no sé cómo es, que le escapo continuamente, pero quiero conocer y amar. Amén.
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XXIX Dom T.O. C - Rescatados

Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?
 Lucas 18:8

El cristiano contemporáneo suele creer que la salvación se refiere al destino del alma después de morir.  Vive la fe en función de la muerte.  Cree que se trata de descartar el maldito cuerpo y proceder a otra etapa incorpórea: redimido como ángel para vida eterna en el cielo, o bien, abandonado a los fuegos eternos del infierno.  Es una amenaza implícita para los que no obedecen a las autoridades.  Esta versión es simplista e infantil, conveniente para los que pretenden fundamentar el control social sobre la inalcanzable metafísica.  Pero es fe errada.  El evangelio no habla de vida eterna como un soborno divino para los que se portan bien en esta vida, sino como una dimensión del Reino al cual todos son invitados.[1] 

Lo peor es que mucho no-creyente también cree que el cristianismo es para ir al cielo después de morir (y cantar himnos con algún coro desafinado y gritón por toda la eternidad).  Lo encuentran absurdo, supersticioso y por eso, no se acercan.  También, lo encuentran hipócrita; pues, los cristianos no cumplen con el ideal de la compasión solidaria terrenal porque están preocupados exclusivamente con “ir al cielo” (y no al infierno).[2] 

Esta distorsión del cristianismo es gnóstica y sin fundamento alguno en la enseñanza de Jesús.  Supone una separación radical entre los cuerpos y las almas, entre lo espiritual y lo material, entre el cielo y la tierra.  Es puro dualismo platónico.  La encarnación de Jesús, bien entendida, es carne humana infundida con la vida de Dios.  El misterio del bautismo es que todos los fieles pueden participar de eso.  La promesa escatológica en las escrituras es una visión de cielos nuevos y tierras nuevas que renueva toda la creación.[3] 

El objetivo de llegar solito con mi alma al cielo es egocéntrico, al fin y al cabo.  El pueblo de Dios no figura.  La parábola del Samaritano queda como prueba para uno, en vez de servicio al prójimo.  Las sanaciones de enfermos, multiplicaciones de panes e resurrecciones de muertos se entienden como fundamentos de autoridad, trucos validantes para un milagrero itinerante con pretensiones de imponer su moralidad sobre las masas, en vez de signos reales de la compasión de Dios por la gente que sufre aquí y ahora. 

Así, los fieles moralizan la buena noticia.  Su evangelio quedó como un decreto autoritario de Dios; “cosas que no debes hacer para no ser condenado al infierno”.  Ese autoritarismo moralizante se hace hombre en la persona de Jesús, todo suavecito por fuera pero con un carácter de un sargento militar en la imaginación popular.  Se cree que Jesús se paseaba por la tierra juzgando los habitantes como merecedores del paraíso o de las llamas eternas.  Por eso, el cristiano es más propenso a juzgar a su prójimo que a perdonar y amar. Se desconoce el Reino de Dios como la irrupción del amor divino en el mundo hostil.   Desgraciadamente, lo que pretendió ser la salvación gratuita de las multitudes se ha transformado en una burocracia odiosa administrada por los peores fariseos y maestros de la ley.

En el evangelio, la salvación es aquí y ahora.  Los cuerpos mortales se sanan, los hambrientos se alimentan, los enemigos se reconcilian y se dan la mano.  Los prisioneros recuperan su libertad, los forasteros son bienvenidos, y los atrapados en el fondo de la tierra son rescatados.  La Buena Noticia es la irrupción de vida nueva en el mundo actual, por amor. 

La resurrección de Jesús no es un final feliz para una historia que de otro modo resulta demasiado trágica.  No es el privilegio de la nobleza que puede ofrecer misas para asegurar la salvación de sus difuntos.  No es un truco maravilloso para impresionar a los ingenuos.  El Nuevo Adán (Jesús Resucitado) envía a la Nueva Eva (su Iglesia) con la misión urgente de anunciar que, a partir de ahora, todo ha cambiado.  El Reino de Dios se ha acercado.  A pesar del sufrimiento, la desgracia y la violencia irracional con que vivimos, la salvación ha comenzado. 

Hace tres años, en el rescate de los mineros chilenos atrapados durante meses bajo tierra, se vio un signo más de la resurrección.[4]  Del mismo modo hoy, se ve en cada pelea que termina, cada adicto que se recupera, cada enfermo que se levanta, cada preso que queda libre, cada niño rescatado de la calle y criado como propio.  Rescatados somos todos.  Vivamos santamente, no por temor al infierno, sino porque ya estamos en la Vida Nueva.  Participemos la resurrección del Salvador.  Hagamos por eso la pregunta, ¿qué haría Cristo en mi lugar?  Proclamemos, junto con él, cielos nuevos y tierras nuevas para toda la creación.  

Nathan Stone, sj

[1] Juan menciona vida eterna 18 veces, pero no como un lugar para ir después de morir, sino como una calidad de vida disponible para los que creen.  Lucas y Mateus solo la mencionan 3 veces cada uno, dos de ellas en la historia del joven rico que llegan preguntando por eso.  Marcos lo menciona solo 2 veces, las 2 en la historia del joven rico. 
[2] Un villancico del folclor dice así, ay con el sí, sí, sí; ay con el no, no, no; Niño llevarme al cielo, y al infierno, no. Ese niño es bien peligroso. 
[3] Cf. N.T. Wright, Surprised by Hope: Rethinking Heaven, the Resurrection, and the Mission of the Church (New York, Harper One, 2008)
[4] Extrañamente, el secularismo lo entendió como un triunfo de la tecnología del hombre.  Y fueron 33, el número mágico de los masones.  Pero el cristiano en verdad no entiende ninguna separación entre tecnología humana y compasión divina.  Es una y la misma cosa.
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XXVII Dom T.O. C - La fe que mueve montañas


     Los Apóstoles dijeron al Señor: "Auméntanos la fe".  
Lucas 17:5

Un personaje muy querido en la televisión es Kenneth Parcell, (30 Rock, interpretado por Jack McBrayer).  Kenneth es un joven del campo que trabaja como paje en la oficina de una gran empresa en Nueva York.  Él es muy correcto y educado, eternamente optimista, y un poco ingenuo.  Fue criado en una religión protestante de corte fundamentalista en el sur, en el estado de Georgia, probablemente.  Y no cambia sus principios por nada. 

Kenneth suele decir cosas así: Jesús dijo que la fe puede mover montañas.  Aprendimos eso en clase de ciencias naturales.  Todos lo encuentran divertido, por supuesto, y Kenneth no entiende por qué.  Kenneth encarna una mentalidad que es sorprendente.  Ingenuamente sustituye el aforismo religioso por el conocimiento científico, como si uno tuviera que ver con el otro.  En el caso de Kenneth, resulta tierno, porque él es tan alegre, infantil e inocuo.  Y porque es un personaje ficticio. El fundamentalismo no es siempre, así, tierno e inocuo. 

Quienes diseñan sistemas de educación en las cuales las verdades científicas se reemplazan por materia de fe lo hacen para justificar una visión del mundo que es categórica, simplista y conflictiva.  La ciencia y la fe tienen objetivos y métodos radicalmente distintos.  La Iglesia explícitamente acepta eso.[1]  Se hacen experimentos para cuestionar y comprobar las verdades científicas.  Pero no se cuestiona el dogma de fe.  Santo Tomás diría que hay que rezar pidiendo luz para entender.  El problema viene cuando se mezcla ciencia y fe en la misma probeta. 

Las verdades de fe pueden ser consideradas definitivas porque no son cosas, ni hechos, ni siquiera conceptos, sino metáforas.  Tenemos maneras universalmente aceptadas de expresar el misterio inefable del amor divino porque las expresiones no son más que señales que apuntan a una realidad mayor: la intuición inexpresable de una divina voluntad salvadora.  El peligro con las verdades de fe viene cuando son comprendidas como cosas.  Se transforman en materia de conflicto e imposición autoritaria.  El aumento de la fe se malentiende como militancia en contra de personas que creen otras cosas.  El ambiente se pone agresivo, desmintiendo el evangelio que es por naturaleza un mensaje de amor, tolerancia y comprensión. 

 Las verdades científicas siempre son provisorias.  A veces, se habla de hechos científicos como si fueran dogmas de fe secular, grabados en piedra como preceptos inmutables.  Los únicos hechos en el método científico son los datos observados en los experimentos empíricos.  Esos hechos avanzan con la tecnología que permite observar con mayor precisión.  La verdad científica es la teoría que se formula (y se reformula) para dar cuenta de los datos observados del momento. 

Por eso, el conjunto de la teoría científica avanza.  Lo que era verdad científica hace cien años está desactualizada hoy.[2]   Si no fuera así, estaríamos todavía cargando mucha teoría científica del pasado que ha sido superada y, hoy en día, nos parece absurda.  Entre otras, tenemos la teoría geocéntrica del universo, la generación espontánea de los gansos en la primavera, y la enfermedad causada por desequilibrio de “humores” en el cuerpo, la cual llevó al desangramiento de los pacientes.  Eso era ciencia.  La alquimia se basaba en la teoría de que los elementos podían ser transformados.  La esperanza era poder transformar plomo en oro para hacerse ricos.  Ciertamente, la Iglesia tiene su historia oscura de ignorancia científica, pero la ciencia, también, tiene una. 

La Iglesia es frequentemente criticada por los no creyentes por su temor (felizmente superada) de los telescopios.  Hoy en día, se reconoce que la naturaleza, estudiada con tanta devoción por los científicos, no es un obstáculo para la fe, sino una puerta que muchas veces lleva directamente a ella.  La maravilla que provoca el deseo de comprender se parece mucho a la experiencia religiosa, y puede, en verdad, complementarla. 

El fundamentalismo científico suele colocar la evolución de las especies en la balanza como una prueba de que Dios no existe.  En verdad, su lógica es falaz.  No sería una prueba de que Dios no exista, sino un motivo por la cual Dios no fuera necesario para explicar la existencia de la naturaleza.  Pero, con o sin la evolución de las especies, (que es bastante aceptada, además, por los cristianos con un poco de cultura general[3]), Dios es posible. 
De hecho, el magisterio de la Iglesia católica no rechaza la teoría de la evolución, sino sólo y únicamente la aplicación del concepto de la sobrevivencia de los más fuertes a nuestras decisiones políticas y económicas.  Si la muerte de los indefensos es tratada como natural, la solidaridad se evapora.  De hecho, un fundamento del sueño hitleriano era la convicción de que el destino (evolucionario) de la humanidad era dejarse someter por una raza suprema. 

El escritor Richard Dawkins apareció en el programa de Jon Stewart la semana pasada.[4]  En su libro, The God Delusion (2006), selecciona las enseñanzas más absurdas de las religiones fundamentalistas para desacreditar la fe en sí.  Stewart preguntó a Dawkins, con ese humor que le caracteriza, ¿Tú crees que el fin de nuestra civilización vendrá por conflictos religiosos o por de los avances científicos?  Stewart, como siempre, agudo con la lengua.  El fundamentalismo religioso está causando muchos conflictos violentos a través del mundo.  Frequentemente, es auspiciado por las fuerzas económicas que lo sabe aprovechar para su propio beneficio.  Por otro lado, el fundamentalismo científico está llevando la humanidad al precipicio de cataclismo ecológico.  En buena hora, hay que aplicar cordura racional para salvar el planeta.  Ahí, tenemos una montaña que sólo la fe podrá mover. 
             
Nathan Stone sj

[1] Cf. Gaudium et spes, 36, Autonomía legítima de las realidades terrenas. Muchos parecen temer que por una excesivamente estrecha vinculación entre la actividad humana y la religión, sufra trabas la autonomía del hombre, de la sociedad o de la ciencia.  Si por autonomía de la realidad terrena se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía.
[2] Cf. Karl Popper, The Logic of Scientific Discovery, 1934; and Conjectures and Refutations: The Growth of Scientific Knowledge, 1963.
[3] La creación explica el sentido de la naturaleza.  La evolución es su mecanismo funcional. 
[4] The Daily Show, 24 de septiembre 2013, http://www.thedailyshow.com/guests
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