XXIX Dom T.O. C - Rescatados

Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?
 Lucas 18:8

El cristiano contemporáneo suele creer que la salvación se refiere al destino del alma después de morir.  Vive la fe en función de la muerte.  Cree que se trata de descartar el maldito cuerpo y proceder a otra etapa incorpórea: redimido como ángel para vida eterna en el cielo, o bien, abandonado a los fuegos eternos del infierno.  Es una amenaza implícita para los que no obedecen a las autoridades.  Esta versión es simplista e infantil, conveniente para los que pretenden fundamentar el control social sobre la inalcanzable metafísica.  Pero es fe errada.  El evangelio no habla de vida eterna como un soborno divino para los que se portan bien en esta vida, sino como una dimensión del Reino al cual todos son invitados.[1] 

Lo peor es que mucho no-creyente también cree que el cristianismo es para ir al cielo después de morir (y cantar himnos con algún coro desafinado y gritón por toda la eternidad).  Lo encuentran absurdo, supersticioso y por eso, no se acercan.  También, lo encuentran hipócrita; pues, los cristianos no cumplen con el ideal de la compasión solidaria terrenal porque están preocupados exclusivamente con “ir al cielo” (y no al infierno).[2] 

Esta distorsión del cristianismo es gnóstica y sin fundamento alguno en la enseñanza de Jesús.  Supone una separación radical entre los cuerpos y las almas, entre lo espiritual y lo material, entre el cielo y la tierra.  Es puro dualismo platónico.  La encarnación de Jesús, bien entendida, es carne humana infundida con la vida de Dios.  El misterio del bautismo es que todos los fieles pueden participar de eso.  La promesa escatológica en las escrituras es una visión de cielos nuevos y tierras nuevas que renueva toda la creación.[3] 

El objetivo de llegar solito con mi alma al cielo es egocéntrico, al fin y al cabo.  El pueblo de Dios no figura.  La parábola del Samaritano queda como prueba para uno, en vez de servicio al prójimo.  Las sanaciones de enfermos, multiplicaciones de panes e resurrecciones de muertos se entienden como fundamentos de autoridad, trucos validantes para un milagrero itinerante con pretensiones de imponer su moralidad sobre las masas, en vez de signos reales de la compasión de Dios por la gente que sufre aquí y ahora. 

Así, los fieles moralizan la buena noticia.  Su evangelio quedó como un decreto autoritario de Dios; “cosas que no debes hacer para no ser condenado al infierno”.  Ese autoritarismo moralizante se hace hombre en la persona de Jesús, todo suavecito por fuera pero con un carácter de un sargento militar en la imaginación popular.  Se cree que Jesús se paseaba por la tierra juzgando los habitantes como merecedores del paraíso o de las llamas eternas.  Por eso, el cristiano es más propenso a juzgar a su prójimo que a perdonar y amar. Se desconoce el Reino de Dios como la irrupción del amor divino en el mundo hostil.   Desgraciadamente, lo que pretendió ser la salvación gratuita de las multitudes se ha transformado en una burocracia odiosa administrada por los peores fariseos y maestros de la ley.

En el evangelio, la salvación es aquí y ahora.  Los cuerpos mortales se sanan, los hambrientos se alimentan, los enemigos se reconcilian y se dan la mano.  Los prisioneros recuperan su libertad, los forasteros son bienvenidos, y los atrapados en el fondo de la tierra son rescatados.  La Buena Noticia es la irrupción de vida nueva en el mundo actual, por amor. 

La resurrección de Jesús no es un final feliz para una historia que de otro modo resulta demasiado trágica.  No es el privilegio de la nobleza que puede ofrecer misas para asegurar la salvación de sus difuntos.  No es un truco maravilloso para impresionar a los ingenuos.  El Nuevo Adán (Jesús Resucitado) envía a la Nueva Eva (su Iglesia) con la misión urgente de anunciar que, a partir de ahora, todo ha cambiado.  El Reino de Dios se ha acercado.  A pesar del sufrimiento, la desgracia y la violencia irracional con que vivimos, la salvación ha comenzado. 

Hace tres años, en el rescate de los mineros chilenos atrapados durante meses bajo tierra, se vio un signo más de la resurrección.[4]  Del mismo modo hoy, se ve en cada pelea que termina, cada adicto que se recupera, cada enfermo que se levanta, cada preso que queda libre, cada niño rescatado de la calle y criado como propio.  Rescatados somos todos.  Vivamos santamente, no por temor al infierno, sino porque ya estamos en la Vida Nueva.  Participemos la resurrección del Salvador.  Hagamos por eso la pregunta, ¿qué haría Cristo en mi lugar?  Proclamemos, junto con él, cielos nuevos y tierras nuevas para toda la creación.  

Nathan Stone, sj

[1] Juan menciona vida eterna 18 veces, pero no como un lugar para ir después de morir, sino como una calidad de vida disponible para los que creen.  Lucas y Mateus solo la mencionan 3 veces cada uno, dos de ellas en la historia del joven rico que llegan preguntando por eso.  Marcos lo menciona solo 2 veces, las 2 en la historia del joven rico. 
[2] Un villancico del folclor dice así, ay con el sí, sí, sí; ay con el no, no, no; Niño llevarme al cielo, y al infierno, no. Ese niño es bien peligroso. 
[3] Cf. N.T. Wright, Surprised by Hope: Rethinking Heaven, the Resurrection, and the Mission of the Church (New York, Harper One, 2008)
[4] Extrañamente, el secularismo lo entendió como un triunfo de la tecnología del hombre.  Y fueron 33, el número mágico de los masones.  Pero el cristiano en verdad no entiende ninguna separación entre tecnología humana y compasión divina.  Es una y la misma cosa.

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