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III Dom T.O. A - El mundo es ancho y ajeno

Mientras caminaba a orillas del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos: a Simón, llamado Pedro, y a su hermano Andrés, que echaban las redes al mar porque eran pescadores. Entonces les dijo: "Síganme, y yo los haré pescadores de hombres".  
Mateo 4:18-20

Cuando eran pescadores no más, Simón y Andrés quizás nunca se imaginaban que hubiera algo más importante, más trascendente, más urgente que la pesca del día siguiente.  Ejercían un oficio digno y necesario, que llevaba toda su atención, su energía y su habilidad.  Sin embargo, lo suyo, en ese momento, no era todo lo que había.  El Señor los invitó, no solamente a mirar más allá, sino a mirar al mundo desde más allá.  El llamado cambió su punto de vista.

¿A cuántos nos pasa lo mismo?  Claro que es importante atender los pormenores de la vida cotidiana con humildad y ternura.  Toda la creación, hasta el detalle más ínfimo, pertenece al Señor.  Sin embargo, el afán del momento enceguece.  Hay otros detalles.  El discipulado de Cristo consiste en algo más que buenas intenciones.  La misión es en serio.  Los resultados importan.

Uno se apasiona por su barca, sus redes y su pesca, pero la humanidad entera reclama la atención urgente de personas honradas y competentes.   Algunos años atrás, recién enviado a dedicarme a la misión en Amazonía, me penaba el título de la novela de Ciro Alegría: El mundo es ancho y ajeno.[1]  Me identificaba.  Yo sentía como niño perdido en ese bosque enorme.  No obstante, la misión es mucho más que un sentimiento pasajero.

La novela, un clásico del repertorio latinoamericano, relata la historia de Rumi, una comunidad indígena despedazada por presiones políticas y económicas.  Cada integrante acaba desterrado en algún lugar diferente, extraño, sin su gente, realizando labores denigrantes para poder comer.  El autor da a entender el drama del exilio citando a Shakespeare.   Después de un duelo mortal con un miembro de la familia rival, el joven Romeo contempla su sentencia de destierro con absoluta desesperación.  El Fraile le trata de consolar, diciendo, Paciencia, pues, el mundo es ancho y ajeno.[2]  Que el Señor nos conceda esa paciencia. 

Los pueblos amazónicos comparten muchas historias de exilio.  Al indio, le robaron su tierra.  Los ancestros de los afro-brasileiros llegaron encadenados.  Juntos con los bisnietos de traficantes, aventureros y fugitivos europeos, hoy forman un pueblo mestizo y diverso.  Su mundo es ancho, ajeno, lento y profundo, como el mismo Río que aquí fluye por la selva, y por las venas del pueblo, misteriosamente dando vida en abundancia.  Como un resto del Edén, la floresta produce su fruto, y así, hace siglos, alimenta a una multitud anónima. 

Por la densidad de su vegetación, se estima que la Amazonía es responsable de una parte importante de la oxigenación del planeta.  Es un tema candente.  Se ha concentrado mucha contaminación en la única atmósfera que tenemos para legar a los hijos de nuestros hijos.  El mundo respira aún gracias al Río.
Pero no todo es gracia.  La nueva economía globalizada, con su criterio único de rentabilidad en el corto plazo, ha comenzado a extender sus tentáculos sobre la región.  La agricultura industrial, la minería clandestina y la voracidad insaciable por el petróleo prometen acabar con el pulmón del planeta, que es también el hogar de muchos hijos de Dios.  Las tierras ancestrales de pueblos enteros serán molidas en la máquina para satisfacer un antojo momentáneo del monstruo consumista global.

¿Qué pueden hacer los discípulos de Cristo?  ¿Cómo encaran al monstruo?  Fuerza y paciencia.  La Iglesia acompaña el dolor y denuncia la injusticia.  A veces, realizamos proyectos solidarios.  Otras veces, como María y el discípulo amado a los pies de la cruz, no hay nada que hacer.  El testimonio de su presencia es salvadora, porque los testigos de Cristo son siempre testigos de resurrección.  Esa es la esencia del evangelio, y el sentido de la misión.   

Los discípulos de Jesús entregan la vida con la esperanza de efectuar, en el largo plazo, cambios enormes.  El Reino de Dios es otra manera de ver el mundo.  La mirada del Reino transforma lo ancho y ajeno en cercano, compasivo y solidario. 

Los comuneros de Rumi fueron repartidos por la sierra y sufrieron mucho.  Llevaron consigo la semilla, la añoranza profunda de la comunidad fraterna que perdieron.  Esa añoranza es la condición de posibilidad futura; es el fundamento de la resurrección.  Muere el pescador para que resucite el discípulo.  Muere el comunero para que nazca el Reino de Dios.  En la temporalidad amazónica, la esperanza no se acaba.  La solidaridad comienza cuando la gente adopta el criterio del Reino de Dios. 

Nathan Stone sj

 [1] Perú, 1941.
[2] Hencge from Verona art thou banished: Be patient, for the world is broad and wide.
Wm Shakespeare, Romeo and Juliet (1591), Act III, Scene 3
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48ª JORNADA MUNDIAL DE LAS COMUNICACIONES SOCIALES

La comunicación al servicio de una auténtica cultura del encuentro
1 de junio 2014 - Mensaje del Santo Padre

Queridos hermanos y hermanas:
Hoy vivimos en un mundo que se va haciendo cada vez más «pequeño»; por lo tanto, parece que debería ser más fácil estar cerca los unos de los otros. El desarrollo de los transportes y de las tecnologías de la comunicación nos acerca, conectándonos mejor, y la globalización nos hace interdependientes. Sin embargo, en la humanidad aún quedan divisiones, a veces muy marcadas. A nivel global vemos la escandalosa distancia entre el lujo de los más ricos y la miseria de los más pobres. A menudo basta caminar por una ciudad para ver el contraste entre la gente que vive en las aceras y la luz resplandeciente de las tiendas. Nos hemos acostumbrado tanto a ello que ya no nos llama la atención. El mundo sufre numerosas formas de exclusión, marginación y pobreza; así como de conflictos en los que se mezclan causas económicas, políticas, ideológicas y también, desgraciadamente, religiosas.

En este mundo, los medios de comunicación pueden ayudar a que nos sintamos más cercanos los unos de los otros, a que percibamos un renovado sentido de unidad de la familia humana que nos impulse a la solidaridad y al compromiso serio por una vida más digna para todos. Comunicar bien nos ayuda a conocernos mejor entre nosotros, a estar más unidos. Los muros que nos dividen solamente se pueden superar si estamos dispuestos a escuchar y a aprender los unos de los otros. Necesitamos resolver las diferencias mediante formas de diálogo que nos permitan crecer en la comprensión y el respeto. La cultura del encuentro requiere que estemos dispuestos no sólo a dar, sino también a recibir de los otros. Los medios de comunicación pueden ayudarnos en esta tarea, especialmente hoy, cuando las redes de la comunicación humana han alcanzado niveles de desarrollo inauditos. En particular, Internet puede ofrecer mayores posibilidades de encuentro y de solidaridad entre todos; y esto es algo bueno, es un don de Dios.

Sin embargo, también existen aspectos problemáticos: la velocidad con la que se suceden las informaciones supera nuestra capacidad de reflexión y de juicio, y no permite una expresión mesurada y correcta de uno mismo. La variedad de las opiniones expresadas puede ser percibida como una riqueza, pero también es posible encerrarse en una esfera hecha de informaciones que sólo correspondan a nuestras expectativas e ideas, o incluso a determinados intereses políticos y económicos. El mundo de la comunicación puede ayudarnos a crecer o, por el contrario, a desorientarnos. El deseo de conexión digital puede terminar por aislarnos de nuestro prójimo, de las personas que tenemos al lado. Sin olvidar que quienes no acceden a estos medios de comunicación social –por tantos motivos-, corren el riesgo de quedar excluidos.

Estos límites son reales, pero no justifican un rechazo de los medios de comunicación social; más bien nos recuerdan que la comunicación es, en definitiva, una conquista más humana que tecnológica. Entonces, ¿qué es lo que nos ayuda a crecer en humanidad y en comprensión recíproca en el mundo digital? Por ejemplo, tenemos que recuperar un cierto sentido de lentitud y de calma. Esto requiere tiempo y capacidad de guardar silencio para escuchar. Necesitamos ser pacientes si queremos entender a quien es distinto de nosotros: la persona se expresa con plenitud no cuando se ve simplemente tolerada, sino cuando percibe que es verdaderamente acogida. Si tenemos el genuino deseo de escuchar a los otros, entonces aprenderemos a mirar el mundo con ojos distintos y a apreciar la experiencia humana tal y como se manifiesta en las distintas culturas y tradiciones. Pero también sabremos apreciar mejor los grandes valores inspirados desde el cristianismo, por ejemplo, la visión del hombre como persona, el matrimonio y la familia, la distinción entre la esfera religiosa y la esfera política, los principios de solidaridad y subsidiaridad, entre otros.

Entonces, ¿cómo se puede poner la comunicación al servicio de una auténtica cultura del encuentro? Para nosotros, discípulos del Señor, ¿qué significa encontrar una persona según el Evangelio? ¿Es posible, aun a pesar de nuestros límites y pecados, estar verdaderamente cerca los unos de los otros? Estas preguntas se resumen en la que un escriba, es decir un comunicador, le dirigió un día a Jesús: «¿Quién es mi prójimo?» (Lc. 10,29). La pregunta nos ayuda a entender la comunicación en términos de proximidad. Podríamos traducirla así: ¿cómo se manifiesta la «proximidad» en el uso de los medios de comunicación y en el nuevo ambiente creado por la tecnología digital? Descubro una respuesta en la parábola del buen samaritano, que es también una parábola del comunicador. En efecto, quien comunica se hace prójimo, cercano. El buen samaritano no sólo se acerca, sino que se hace cargo del hombre medio muerto que encuentra al borde del camino. Jesús invierte la perspectiva: no se trata de reconocer al otro como mi semejante, sino de ser capaz de hacerme semejante al otro. Comunicar significa, por tanto, tomar conciencia de que somos humanos, hijos de Dios. Me gusta definir este poder de la comunicación como «proximidad».

Cuando la comunicación tiene como objetivo preponderante inducir al consumo o a la manipulación de las personas, nos encontramos ante una agresión violenta como la que sufrió el hombre apaleado por los bandidos y abandonado al borde del camino, como leemos en la parábola. El levita y el sacerdote no ven en él a su prójimo, sino a un extraño de quien es mejor alejarse. En aquel tiempo, lo que les condicionaba eran las leyes de la purificación ritual. Hoy corremos el riesgo de que algunos medios nos condicionen hasta el punto de hacernos ignorar a nuestro prójimo real.

No basta pasar por las «calles» digitales, es decir simplemente estar conectados: es necesario que la conexión vaya acompañada de un verdadero encuentro. No podemos vivir solos, encerrados en nosotros mismos. Necesitamos amar y ser amados. Necesitamos ternura. Las estrategias comunicativas no garantizan la belleza, la bondad y la verdad de la comunicación. El mundo de los medios de comunicación no puede ser ajeno de la preocupación por la humanidad, sino que está llamado a expresar también ternura. La red digital puede ser un lugar rico en humanidad: no una red de cables, sino de personas humanas. La neutralidad de los medios de comunicación es aparente: sólo quien comunica poniéndose en juego a sí mismo puede representar un punto de referencia. El compromiso personal es la raíz misma de la fiabilidad de un comunicador. Precisamente por eso el testimonio cristiano, gracias a la red, puede alcanzar las periferias existenciales.

Lo repito a menudo: entre una Iglesia accidentada por salir a la calle y una Iglesia enferma de autoreferencialidad, prefiero sin duda la primera. Y las calles del mundo son el lugar donde la gente vive, donde es accesible efectiva y afectivamente. Entre estas calles también se encuentran las digitales, pobladas de humanidad, a menudo herida: hombres y mujeres que buscan una salvación o una esperanza. Gracias también a las redes, el mensaje cristiano puede viajar «hasta los confines de la tierra» (Hch. 1,8). Abrir las puertas de las iglesias significa abrirlas asimismo en el mundo digital, tanto para que la gente entre, en cualquier condición de vida en la que se encuentre, como para que el Evangelio pueda cruzar el umbral del templo y salir al encuentro de todos.

Estamos llamados a dar testimonio de una Iglesia que sea la casa de todos. ¿Somos capaces de comunicar este rostro de la Iglesia? La comunicación contribuye a dar forma a la vocación misionera de toda la Iglesia; y las redes sociales son hoy uno de los lugares donde vivir esta vocación redescubriendo la belleza de la fe, la belleza del encuentro con Cristo. También en el contexto de la comunicación sirve una Iglesia que logre llevar calor y encender los corazones.

No se ofrece un testimonio cristiano bombardeando mensajes religiosos, sino con la voluntad de donarse a los demás «a través de la disponibilidad para responder pacientemente y con respeto a sus preguntas y sus dudas en el camino de búsqueda de la verdad y del sentido de la existencia humana» (Benedicto XVI, Mensaje para la XLVII Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 2013).

Pensemos en el episodio de los discípulos de Emaús. Es necesario saber entrar en diálogo con los hombres y las mujeres de hoy para entender sus expectativas, sus dudas, sus esperanzas, y poder ofrecerles el Evangelio, es decir Jesucristo, Dios hecho hombre, muerto y resucitado para liberarnos del pecado y de la muerte. Este desafío requiere profundidad, atención a la vida, sensibilidad espiritual. Dialogar significa estar convencidos de que el otro tiene algo bueno que decir, acoger su punto de vista, sus propuestas. Dialogar no significa renunciar a las propias ideas y tradiciones, sino a la pretensión de que sean únicas y absolutas.

Que la imagen del buen samaritano que venda las heridas del hombre apaleado, versando sobre ellas aceite y vino, nos sirva como guía. Que nuestra comunicación sea aceite perfumado para el dolor y vino bueno para la alegría. Que nuestra luminosidad no provenga de trucos o efectos especiales, sino de acercarnos, con amor y con ternura, a quien encontramos herido en el camino. No tengan miedo de hacerse ciudadanos del mundo digital. El interés y la presencia de la Iglesia en el mundo de la comunicación son importantes para dialogar con el hombre de hoy y llevarlo al encuentro con Cristo: una Iglesia que acompaña en el camino sabe ponerse en camino con todos. En este contexto, la revolución de los medios de comunicación y de la información constituye un desafío grande y apasionante que requiere energías renovadas y una imaginación nueva para transmitir a los demás la belleza de Dios.

Vaticano, 24 de enero de 2014, memoria de san Francisco de Sales

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Bautismo del Señor A - Mi hijo amado

Este es mi Hijo amado, mi predilecto.  
Mateo 3:17

Habíase una vez un voluntario que ayudaba en una parroquia pobre de por ahí.  La parroquia estaba haciendo una campaña, con rifa, kermesse y remate, para juntar dinero y terminar la capilla.  El voluntario era extranjero.  Hizo algunas llamadas telefónicas a sus amigos ricos.  Ellos, felices de poder donar a una causa tan buena, depositaron el dinero que faltaba.  Se acabaron las rifas, terminaron la capilla y sobró dinero.  El párroco volvió (estaba de viaje) y se enojó.  El voluntario no sabía, pero el objetivo no era terminar la capilla, sino aprender a trabajar juntos como comunidad, a tomar iniciativa y respetarse. 

A la distancia, es difícil percibir las consecuencias negativas del paternalismo.  Cumple, tal vez, con el deseo sincero de ayudar que muchos hermanos puedan sentir.  En términos simplistas, las donaciones directas de ricos a pobres (no importa cómo ni para qué) ayudan a corregir la injusta distribución de riquezas, el pecado original de nuestros tiempos. 

Sin embargo, la cosa no es tan simple.  A veces, no bastan las buenas intenciones.  El paternalismo suele tener efectos secundarios no-deseados importantes.  En este caso, la comunidad parroquial no aprendió a colaborar en un objetivo común.  Desperdició una instancia para crecer, para descubrir lo que, juntos, son capaces de hacer.  Perdió la posibilidad de sentir que la capilla realmente es suya.  Lo peor es que la comunidad percibió que, la próxima vez que quiere hacer algo, no tiene porqué trabajar unidos; más fácil, buscarse un amigo rico. 

El paternalismo fomenta dependencia.  La dependencia resta dignidad, e incentiva a la pasividad.  Las víctimas del paternalismo aprenden a ser pobre; quiere decir, a quedarse sentados esperando que las autoridades resuelvan sus problemas.  Se les enseña que sus propios esfuerzos no valen nada, que sus propias iniciativas no pueden dar fruto.  Ese pobre vive dominado por los caprichos benéficos de los dignatarios.  El beneficiado habitual de un sistema así siente eternamente impotente; un niño, de por vida.  Sabe ponerle caritas al patrón, pero no sabe organizarse con sus pares para hacer cosas buenas por cuenta propia. 

Nuestra querida Iglesia tiene una larga historia de confundir caridad y paternalismo.  El autoritarismo condescendiente ya está habituado.  No sabemos practicar la solidaridad.  No estamos acostumbrados a trabajar mano a mano con el hermano menos afortunado, respetando su ritmo, su estilo y su derecho a la autodeterminación. 

Hay regiones enteras donde la misión eclesial se administró totalmente con dinero extranjero durante décadas.  El pueblo humilde aprendió a esperar que el financiamiento de su quehacer cotidiano cayera “de lo alto”.  Se acostumbró a tener cosas bonitas, iglesias majestuosas y actividades bien elaboradas, sin hacer ningún esfuerzo por mantenerlas.  A veces, el pueblo aprendió a lucrar con la caridad.  Por hacer el aseo en su propia iglesia, o por cantar en el coro, se acostumbró a recibir un salario. 

Cuando es así, la comunidad se transforma en mafia.  Se forma un grupo cerrado que no sabe evangelizar porque si llegara una gran multitud para participar, los beneficios tendrían que distribuirse entre más personas.  Entonces, no.  Menos boca, más nos toca. 
Es la distorsión total.  El objetivo de la Iglesia es la evangelización, quiere decir, la invitación universal a la misericordia infinita en el banquete del Reino de Dios.  El paternalismo ocasiona la formación de iglesias particulares que son “sólo para nosotros”; de mesas “eucarísticas” donde sólo caben los amigos, parientes y conocidos.

Muchas veces, se comprende la salvación eterna en claves de paternalismo, también.  Se entiende como un beneficio limitado repartido como favor, y sólo a algunos; a los que saben adular al patrón, pero sin colaborar, sin ofrecer su propia vida al servicio.  Esta es la religión de los sometidos, dominados y resignados.   En nada se parece al mandato misionero de Cristo: Buscar primero el Reino de Dios; ir por el mundo expulsando demonios y curando enfermos; bautizar a todas las naciones en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. 

A todo el mundo, el Padre proclama que Jesús, el Cristo, es su hijo amado.  El gesto de paternidad no pretende dominar ni someter al Hijo, sino reconocer y potenciar su iniciativa en la misión que está a punto de comenzar.  El respaldo paterno da fuerza y valentía al hijo.  Le ayuda a asumir su propio vigor y dar mucho fruto en el mundo. 

De la misma manera, la adopción filial del pueblo santo por medio del bautismo dignifica y humaniza.  Nos da un lugar en la mesa, como hermanos y hermanas de Jesús, potenciados para anunciar el mismo Reino que Jesús anunció.  Por Cristo, con él y en él, la iglesia podrá superar el paternalismo denigrante.  Podrá recuperar el respaldo paterno del Padre de Jesús.  Así va a redescubrir el mundo nuevo de la solidaridad, de la caridad que dignifica.  Esa es nuestra herencia. 

Nathan Stone sj

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Fiesta de la Epifanía - Oro, incienso y mirra

Cuando vieron la estrella se llenaron de alegría, y al entrar en la casa, encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje. Luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra.  
Mateo 2:11-12

En estos días, iba caminando por un parque público donde el pueblo se une para tomar un helado, hacer deporte o simplemente para pasear con la familia y los amigos.  De repente, me encontré con un camión equipado con altoparlantes.  Una niña cantaba a voz en grito que Jesús es la verdad, que siente la presencia de su Espíritu y todo lo demás.  A la media hora, pasé de vuelta donde mismo.  Estaban en la etapa de quien quiere salvarse tiene que levantar los brazos y acercarse al escenario. 

Alguna cosa les hacían ahí, algo que aparentemente da garantía de salvación.  Un joven con micrófono proclamaba, con todo el volumen que la tecnología puede aportar, que quien no se acercara para ser salvado tenía vergüenza, y que la vergüenza es un pecado.  En el fondo, decretó la condena eterna de todo los skaters, futbolistas y novios que salieron para dar gloria a Dios de otra forma esa noche.  Todos tenían que participar del show; si no, se los llevaba el demonio. 

Como cristiano, me da vergüenza ajena cómo se banaliza el misterio de la salvación.  Si quieren llevar la fe a la plaza pública, que sea con respeto y sin grito.  Me causa consternación que algunos hermanos se adjudican la autoridad para salvar y condenar, para juzgar al pueblo como se fueran delegados por el eterno Señor de todas las cosas.  Manipulan la muchedumbre con el micrófono.  Me da rabia cuando prometen recompensa terrenal a los que le siguen el juego.  El espectáculo fue burlesco.  Por ellos, los verdaderos seguidores de Cristo pierden credibilidad. 

Los que no tenían vergüenza esa noche eran pocos.  La mayoría seguía su rumbo.  Hay una cuota de cordura todavía en el corazón del pueblo, gracias a Dios. 

Los sabios de Oriente llegaron a la casa de María en el silencio de la noche; sin gritos, sin ruido y sin espectáculo.  Por el desierto, venían siguiendo una estrella.  Traían regalos de oro, incienso y mirra.  Venían para adorar al Niño.  Luego, se fueron en secreto, sin llamar la atención, porque Herodes le quería matar.
No todos tenemos oro e incienso para ofrecer.  Cada uno ofrece al Niño lo que tiene, pero no es a cambio de recompensa.  Es un gesto de devoción.  En algunas iglesias, se ofrece “cien por uno” a los que ponen dinero en el canasto de la colecta, todo para el bolsillo del pastor, todo exento de impuestos.   La opulencia de su negocio (también me provoca vergüenza) es considerada un signo del favor de Dios, y promesa de prosperidad para las ovejas de su rebaño. 

Cuando la recompensa no llega al pueblo, el pastor no asume.  Se supone que esas ovejas no fueron escogidas para la salvación, y se acabó.  Como itinerario espiritual, esta cosa tiene toda la profundidad de un concurso en la televisión. 

La auténtica salvación no necesita altoparlantes para validarse.  Dios no promete ni fama, ni prosperidad, ni carro nuevo; sino paz, armonía y compasión.  Al mundo carente de amor, le ofrece solidaridad.  El poder, el lucro y la vanidad; como Herodes; hacen lo que puedan para acabar con la salvación.  Los magos de oriente no se distraen con el ruido herodiano.  En su sabiduría, saben seguir la estrella en silencio, y ofrecer lo que tienen; oro, incienso y mirra; como gestos de devoción, sin esperar nada a cambio. 

Nathan Stone sj

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