Bautismo del Señor A - Mi hijo amado

Este es mi Hijo amado, mi predilecto.  
Mateo 3:17

Habíase una vez un voluntario que ayudaba en una parroquia pobre de por ahí.  La parroquia estaba haciendo una campaña, con rifa, kermesse y remate, para juntar dinero y terminar la capilla.  El voluntario era extranjero.  Hizo algunas llamadas telefónicas a sus amigos ricos.  Ellos, felices de poder donar a una causa tan buena, depositaron el dinero que faltaba.  Se acabaron las rifas, terminaron la capilla y sobró dinero.  El párroco volvió (estaba de viaje) y se enojó.  El voluntario no sabía, pero el objetivo no era terminar la capilla, sino aprender a trabajar juntos como comunidad, a tomar iniciativa y respetarse. 

A la distancia, es difícil percibir las consecuencias negativas del paternalismo.  Cumple, tal vez, con el deseo sincero de ayudar que muchos hermanos puedan sentir.  En términos simplistas, las donaciones directas de ricos a pobres (no importa cómo ni para qué) ayudan a corregir la injusta distribución de riquezas, el pecado original de nuestros tiempos. 

Sin embargo, la cosa no es tan simple.  A veces, no bastan las buenas intenciones.  El paternalismo suele tener efectos secundarios no-deseados importantes.  En este caso, la comunidad parroquial no aprendió a colaborar en un objetivo común.  Desperdició una instancia para crecer, para descubrir lo que, juntos, son capaces de hacer.  Perdió la posibilidad de sentir que la capilla realmente es suya.  Lo peor es que la comunidad percibió que, la próxima vez que quiere hacer algo, no tiene porqué trabajar unidos; más fácil, buscarse un amigo rico. 

El paternalismo fomenta dependencia.  La dependencia resta dignidad, e incentiva a la pasividad.  Las víctimas del paternalismo aprenden a ser pobre; quiere decir, a quedarse sentados esperando que las autoridades resuelvan sus problemas.  Se les enseña que sus propios esfuerzos no valen nada, que sus propias iniciativas no pueden dar fruto.  Ese pobre vive dominado por los caprichos benéficos de los dignatarios.  El beneficiado habitual de un sistema así siente eternamente impotente; un niño, de por vida.  Sabe ponerle caritas al patrón, pero no sabe organizarse con sus pares para hacer cosas buenas por cuenta propia. 

Nuestra querida Iglesia tiene una larga historia de confundir caridad y paternalismo.  El autoritarismo condescendiente ya está habituado.  No sabemos practicar la solidaridad.  No estamos acostumbrados a trabajar mano a mano con el hermano menos afortunado, respetando su ritmo, su estilo y su derecho a la autodeterminación. 

Hay regiones enteras donde la misión eclesial se administró totalmente con dinero extranjero durante décadas.  El pueblo humilde aprendió a esperar que el financiamiento de su quehacer cotidiano cayera “de lo alto”.  Se acostumbró a tener cosas bonitas, iglesias majestuosas y actividades bien elaboradas, sin hacer ningún esfuerzo por mantenerlas.  A veces, el pueblo aprendió a lucrar con la caridad.  Por hacer el aseo en su propia iglesia, o por cantar en el coro, se acostumbró a recibir un salario. 

Cuando es así, la comunidad se transforma en mafia.  Se forma un grupo cerrado que no sabe evangelizar porque si llegara una gran multitud para participar, los beneficios tendrían que distribuirse entre más personas.  Entonces, no.  Menos boca, más nos toca. 
Es la distorsión total.  El objetivo de la Iglesia es la evangelización, quiere decir, la invitación universal a la misericordia infinita en el banquete del Reino de Dios.  El paternalismo ocasiona la formación de iglesias particulares que son “sólo para nosotros”; de mesas “eucarísticas” donde sólo caben los amigos, parientes y conocidos.

Muchas veces, se comprende la salvación eterna en claves de paternalismo, también.  Se entiende como un beneficio limitado repartido como favor, y sólo a algunos; a los que saben adular al patrón, pero sin colaborar, sin ofrecer su propia vida al servicio.  Esta es la religión de los sometidos, dominados y resignados.   En nada se parece al mandato misionero de Cristo: Buscar primero el Reino de Dios; ir por el mundo expulsando demonios y curando enfermos; bautizar a todas las naciones en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. 

A todo el mundo, el Padre proclama que Jesús, el Cristo, es su hijo amado.  El gesto de paternidad no pretende dominar ni someter al Hijo, sino reconocer y potenciar su iniciativa en la misión que está a punto de comenzar.  El respaldo paterno da fuerza y valentía al hijo.  Le ayuda a asumir su propio vigor y dar mucho fruto en el mundo. 

De la misma manera, la adopción filial del pueblo santo por medio del bautismo dignifica y humaniza.  Nos da un lugar en la mesa, como hermanos y hermanas de Jesús, potenciados para anunciar el mismo Reino que Jesús anunció.  Por Cristo, con él y en él, la iglesia podrá superar el paternalismo denigrante.  Podrá recuperar el respaldo paterno del Padre de Jesús.  Así va a redescubrir el mundo nuevo de la solidaridad, de la caridad que dignifica.  Esa es nuestra herencia. 

Nathan Stone sj

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