Cuaresma Dom IV A - Contemplación


Lo que sé es que antes yo era ciego y ahora veo…  
Juan 9:25

La Iglesia existe para realizar la voluntad de Dios aquí en la tierra, para mostrar la compasión divina en beneficio de toda la humanidad.  Eso es el sentido de la oración diaria de todo cristiano: que venga tu Reino, que se haga tu voluntad.  Vale la pena plantearse la pregunta, ¿cómo se sabe la voluntad divina para poderla realizar?  Quien no la sabe, por desgracia, la inventa, mezclando ideas vagamente religiosas con intereses personales.  Eso no da buenos resultados. 

Un pastor auténtico no predica a sí mismo, sino a Cristo crucificado.  Un profeta verdadero no se jacta de su propio prestigio.  El sincero seguidor de Jesús no se gloría de su autoridad, sino de la sencillez de Cristo resucitado. 

Pastor que propone ideas propias como se fueran divinas peca de arrogancia.  Ahí comienza el culto de la personalidad, fenómeno que no se limita a figuras históricas de la política secular.  Es propio de ministros, predicadores y autoridades religiosas.  Sus caprichos se proclaman como “palabra de Dios”.  Son incuestionables, inflexibles y obligatorios. 

Si el profeta no se comunica con la fuente, su liderazgo no pasa de imposición autoritaria.  Su programa es violento, y sus seguidores pierden la esperanza de encontrarse con el Dios verdadero, bondadoso y salvador.  Se les desconfigura el rostro divino.  Se imaginan un Dios frio, cruel y burocrático; nada que ver con el Padre celestial. 

San Alberto Hurtado se orientaba en la vida haciéndose la pregunta, ¿qué haría Cristo en mi lugar?  Se imaginaba a Jesús vivo y presente.  Contemplaba las urgencias del mundo que le rodeaba, y vislumbraba la respuesta del Maestro, para seguir por el mismo camino.  San Alberto podía intuir el deseo del Señor porque contaba con el conocimiento íntimo, fruto de haber contemplado a Jesús en el evangelio. 

La contemplación es la clave.  Es la puerta abierta.  Ver, oír, sentir y gustar: convivir con Jesús a partir de la fuente para alcanzar un conocimiento íntimo de su estilo, sus motivaciones y sus prioridades.  Contemplando el evangelio, se cristifica el discípulo.  Así, logra ver el mundo por los ojos de Jesús, y amar como él amaba.

La experiencia mística no es una cosa exótica reservada para los enclaustrados de convento y monasterio.  Es el derecho y privilegio de todo cristiano.  Es la tradición milenaria de la Iglesia.  El discipulado se aprende en Galilea con Pedro, Santiago y Juan; en Betania con Marta y María. Cada convertido se hace amigo de Jesús.  Conoce su dinamismo, su criterio, su carisma. El contemplativo asume la identidad de Cristo y se ofrece para la misión.

Sin la contemplación, nos quedamos sin Jesús.  Así de simple.  Si la comunidad de fe no contempla el evangelio, queda como ciega, incapaz de intuir la voluntad divina; sustituyendo sus estructuras, rigideces y ansiedades por los proyectos solidarios del Señor.  

Sin el conocimiento íntimo de Jesús, la comunidad de enreda en su propio protocolo, burocracia y formalidad.  Queda prisionera de una religión legalista, prepotente y odiosa.  Los autoproclamados administradores de la gracia divina se vuelven fundamentalistas.  Imponen la letra que mata; el detalle sin contexto; la exigencia sin piedad ni amor.

Para incentivar el conocimiento íntimo de Jesús, la Iglesia ha tratado de promover la lectura orante.  El problema es que, en muchas comunidades, se reza como rutina formal sin contemplar.  Se ha transformado en otra novena más.  Se imita a los paganos con sus letanías interminables pues, creen que un bombardeo de palabras obliga al Altísimo a escucharlos. El pueblo la entendió como otro trámite protocolar para asegurar los favores de Dios. 

La oración del cristiano no es para hacerse oír.  Es para escuchar al Señor.  La liturgia no es para hacerse ver.  Es para mirar a Jesús.  La devoción no es para corromper a la Divina Providencia con pedidos especiales, sino para ofrecer la vida al servicio del Reino.  Por eso, es urgente recuperar la tradición mística en la Iglesia.  Hay que entrar en el silencio para oír la voz del Buen Pastor.  Hay que cerrar los ojos, como ciego para ver por primera vez. 

La religión autoritaria lee la Biblia para justificar sus presuposiciones. La fe de estricta observancia utiliza el evangelio para racionalizar los escrúpulos.  Secuestran al Cristo vivo y verdadero.  Lo llevan captivo al servicio de Babilonia.  Para contemplar, es imprescindible descartar las ideas preconcebidas, y volcarse con libertad al evangelio.  La institucionalidad eclesial ha de seguir a Cristo.  Frecuentemente, acontece todo lo contrario.

 En la Iglesia, todo el protocolo se debe configurar al estilo del evangelio.  Todo procedimiento se fundamenta en la obra de Cristo.  Toda catequesis se orienta al conocimiento de la persona del Salvador.  Cada palabra y cada gesto, cada proyecto y cada celebración; la Iglesia entera ha de anunciar al fundador, en toda su ternura y compasión. 

Para hacer eso, no queda otra.  Hay que conocerlo, contemplando.  Jesús vino para dar vista a los ciegos y libertad a los que viven en cautiverio. 

0 comentarios:

Publicar un comentario

Formulario de contacto

Nombre

Correo electrónico *

Mensaje *