Corpus Christi / Presencia real

   


Esto es mi cuerpo entregado por ustedes.  

1 Corintios 11:24


El cazador de una tribu primitiva pide permiso al espíritu antes de matar.  Sabe que su vida depende de la vida de la presa, que los dos están vinculados por la sangre en una sola red de energía vital.  Los pastores originarios, antes de matar y faenar, le hacen cariño y agradecen al cordero.  A diferencia de otros animales domésticos, el cordero no arranca ni se queja.  Se entrega confiado en las manos del pastor que le cuelga de los pies traseros con la cabeza abajo, y le corta el pescuezo con compasiva experticia para que, con los últimos latidos del corazón, el bicho se desangre, quedando pronto para ser asado.  Es un rito sin violencia ni agresión, de eximio respeto. 

Lo usual es que, cada cierto tiempo, un cordero del rebaño entrega la vida para que puedan vivir los pastores.  El caso de un pastor que entrega la vida por su rebaño es inédito, salvo en la poesía cristiana, donde Jesús es retratado como el Cordero Pascual, como el pastor que se sacrifica, como el Rey que se deja matar para que sus súbditos puedan vivir.  Quienes quieran compartir el Cuerpo y la Sangre del Cordero inmolado debería primero participar en la faena de un cordero real, para aprender a respetar la muerte y reverenciar la vida entregada para los demás.  

La forma “correcta” de tratar la eucaristía es un tema de mucha discusión.  Algunos dicen que se recibe en la mano, otros en la boca; unos de pie, otros de rodillas.  Algunos sienten que deben tocar la custodia para encomendarse al Santísimo Sacramento, otros que no debe tocarse nunca.[1]  El detalle ritual, en verdad, no fue establecido por Jesús en la última cena.  El hecho de tocar con la mano o no, por lo demás, tiene una carga específica de acuerdo a cada cultura. 

El punto es crear un ambiente de reverencia, no solo formal, sino real, porque estamos en la presencia del amor en sí, de la vida resucitada que a todos resucita.  El error se hace evidente en quienes se acercan con la idea de conseguir algo para sí mismo.  Con la mano o con la boca, de pie o de rodilla, se percibe a veces la falta de reverencia, la inconsciencia de presencia real, en el “consumidor” que viene a procurar una ventaja personal o beneficio para sí mismo. 

La eucaristía es un banquete.  Eso no quiere decir que se está repartiendo papas fritas en un cumpleaños.  Está aconteciendo una cosa sumamente solemne, algo que se percibe con los ojos de la fe, con un corazón oyente.  El pueblo está entrando en comunión con la fuente misma de la vida.  Está tocando en el fondo del manantial desde donde procede el amor divino para toda la humanidad.  La consciencia de eso es mucho más que saberse una fórmula catequética; mucho más que observar el protocolo ritual indicada por la autoridad.  

El deseo de comunión se origina en el Señor.[2]  No es el pueblo que quiere comulgar, sino el Señor que quiere entregarse, hacerse parte de cada uno de una manera real, material, corporal.  El Cordero mismo se integra al cuerpo de cada uno, transformando un rebaño abandonado como ovejas sin pastor en pueblo consagrado, en cuerpo santo con misión de resurrección; de amar a los desamados, salvar a los perdidos y alimentar a los hambrientos. 

La pregunta  adecuada, signo de reverencia consagrada, no es, ¿qué debo recibir de este todopoderoso Dios?, sino, ¿qué puedo ofrecer al Señor que entregó su vida por mí?  La presencia real de Cristo resucitado en el cuerpo de cada uno es un motivo de respeto mutuo y fraternidad profunda.  A cada uno, le hace partícipe de la misión redentora.

La presencia real es una responsabilidad enorme.  Exige docilidad en el espíritu, disponibilidad en el alma y perseverancia en el cuerpo.  La teología protestante, quizás por eso, la eliminó hace cinco siglos.[3]  No es fácil vivir tan íntimamente vinculado a un amor que es más fuerte que la muerte.  Estremece y crucifica; da paz y valentía.  La entrega total del Cordero inmolado suscita en los suyos un deseo de respuesta total, sin pedir nada a cambio. 
Uno pasa por fuera de las iglesias protestantes camino a la misa cada domingo.  Cuando son fieles a la enseñanza de Lutero, acceden a Dios sólo por la palabra.  Sus iglesias no tienen altar y, para no caer en la superstición,[4] son austeros en lo ritual.  Leen la Biblia, predican y cantan.  Por lo general, predican con más seriedad que los católicos, y suelen cantar más afinados.  Sin embargo, se ven un poco huérfanos.  Viven en la esperanza de, algún día, conocer al Cristo vivo y presente, pero por ahora, el mundo protestante es pura quebrada oscura. 

En esta ostentosa solemnidad católica, el Cristo sale en procesión por las calles de la ciudad entre gritos y vivas de la turba feliz.  Su mirada bendice todo lo que ve.  En las culturas más secularizadas, donde la divina presencia real es prohibida por la ley, la procesión es limitada al interior del espacio religioso, pero con una intencionalidad expansiva.  Su mirada conciliadora debe caer sobre cada rincón oscuro, cada tragedia personal, cada alegría, tristeza y esperanza. 

Durante lo que resta del año, esa mirada compasiva es propia de los que viven en comunión con él.  El discípulo arde con la pasión de llevar la presencia real a los presos, los enfermos y los tristes; a los hambrientos, los marginados, y los olvidados.   


Nathan Stone sj

[1] Algunos jamás comulgan sin haberse confesado inmediatamente antes.  Otros (de acuerdo a la enseñanza de la Iglesia) solo se marginan de la comunión si realmente están en pecado mortal.
[2] Muchos católicos preguntan cuándo llegará el día para la ordenación de los casados y de las mujeres.  Creo que una urgencia pastoral exponencialmente mayor es resolver sobre un camino razonable de reconciliación para los católicos casados en segundas nupcias.  La Iglesia oriental tiene.  En occidente, sin embargo, viven marginados de la eucaristía de por vida.  Ni los asesinos son tratados con tanto rigor. 
[3] Algunas iglesias protestantes conservan la eucaristía, pero afirman sólo presencia simbólica: un recuerdo, sin ser realidad. 
[4] Especialidad de los católicos, con sus velas, inciensos y procesiones. 

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